La familia pilar de la humanidad
Hacia una sociedad de baja tasa de familiaridad
La situación contemporánea de la familia es paradójica: por un lado, se da gran valor a los lazos familiares, hasta el punto de convertirlos en la clave de la felicidad. Los datos estadísticos muestran que la familia es considerada por la mayoría de las personas en todos los países como el lugar de seguridad, refugio y apoyo para sus vidas. Por otra parte, la familia se ha convertido en la encrucijada de todas las fragilidades: los lazos se deshacen, las rupturas matrimoniales son cada vez más frecuentes y, con ellas, la ausencia de uno de los dos padres. Las familias se dispersan, se dividen, se recomponen, sus formas se multiplican. Los individuos pueden “formar una familia” de las más diversas maneras: cualquier forma de “vivir juntos” puede reivindicarse como familia, lo importante – se subraya – es el amor. No se niega a la familia, sino que se la coloca al lado de nuevas formas de vida y de experiencia relacional que son aparentemente compatibles con ella, aunque en realidad terminen desmoronándola. Los datos muestran el surgimiento de una especie de circuito desincentivador hacia “crear una familia”.
El horizonte cultural y social en el que se inscribe la crisis de la familia es ese proceso de “individualización” que caracteriza a nuestras sociedades. El afán de autoafirmación, de realización personal, de bienestar individual, incluso de auto adoración, ha invadido la sensibilidad de la mayoría. Lo que emerge es un mundo donde el yo prevalece sobre el nosotros y el individuo sobre la sociedad. Se da casi por sentado que en este contexto se prefiere la cohabitación al matrimonio, la independencia individual a la dependencia mutua. La familia, en una especie de agitación social, se concibe más como una “célula para la realización personal” que como una “célula básica de la sociedad”. La pareja matrimonial se piensa sólo en función de uno mismo: cada uno busca su propia individualización singular y no la creación de un “nosotros”, de un “sujeto plural” que trascienda las individualidades sin anularlas, obviamente, al contrario, haciéndolas más auténticas, libres y responsables. El “yo”, el nuevo amo de la realidad, es también amo de la familia. En un contexto como éste, la familia, tal como ha sido concebida durante siglos, está luchando por resistir. Nos hacen reflexionar las conclusiones que algunos estudiosos extraen de sus encuestas estadísticas sobre el progreso de los matrimonios y las familias. Sus investigaciones revelan un crecimiento singular en los últimos años de las familias denominadas “unipersonales”, fenómeno que es evidente en Europa. Si por un lado se produce el derrumbe de los matrimonios y de las familias “norma constituidas”, es decir, las familias formadas por padre-madre-hijos, por otro lado las formadas por una persona crecen. La disminución de los matrimonios religiosos y civiles no se transfiere a la formación de otras formas de cohabitación, sino al crecimiento de las personas que deciden estar solas. Es una cultura cuyo resultado es la insoportabilidad de cualquier vínculo estable.
Por lo tanto, el derrumbamiento de la familia no se traduce en el crecimiento de otros tipos nuevos y diferentes de familia, sino simplemente en menos familias y de menor resistencia y consistencia y en un aumento del número de personas que eligen vivir solas. Se podría decir que la afirmación bíblica “No es bueno que el hombre esté solo” (de la que se originó la familia y la sociedad misma) está dando paso a su opuesto, a saber, “es bueno que el individuo esté solo” (de lo que se deriva el individualismo social y económico). El “yo”, el individuo, liberado de cualquier limitación, se opone al “nosotros”. Y la familia, el fundamento del plan de Dios para la humanidad, se ha convertido en el escollo del individualismo desenfrenado.
¿Una crisis de crecimiento?
Pero la familia, a pesar de todos los ataques, se mantiene firme, porque tiene una suja fuerza interna: no hay sustitutos o funciones familiares equivalentes. Es un ideal que exige estabilidad: es un pilar de un nuevo humanismo de este nuevo milenio. Estamos viendo la prueba en esta época de pandemia: ante el asalto de COVID-19 es la familia, con todas sus debilidades, el lugar de refugio y estabilidad. Esta época de pandemia ha mostrado claramente que la familia es una forma social única. La familia permite dos tipos de relación – sexual (hombre-mujer) y generacional (padre-hijo) – que se caracterizan por una diferencia irreductible acompañada y preservada en el vínculo y la reciprocidad. La familia, en un mundo en el que la elección es siempre y sólo temporal, es en cualquier caso el lugar de las relaciones fuertes que afectan profundamente a la vida de los miembros individuales. El otro, en la familia, pierde su connotación de inestabilidad, como ocurre ahora en la mayoría de los ambientes sociales, y no sólo los digitales: basta con cambiar de canal, de amistad, de fiesta… Cuando buscas sólo a los que se parecen a ti, tiendes a evitar la confrontación con la alteridad y la vida se convierte en una gran sala de espejos, o ecos. En la familia el otro no puede ser anulado. La familia – heterosexual y reproductiva – como forma social única es también una escuela muy especial de educación para la alteridad. No sólo es un recurso sino también una fuente viva que alimenta la socialidad entre diferentes personas sin tragarse las diferencias. La crianza en sí misma, entendida como la apertura a la trascendencia del niño, implica la alteridad y el amor sin preferencia. El niño, afortunadamente y al menos hasta hoy, no es elegido. El niño tampoco elige al padre.
Ciertamente, la forma de la familia, a lo largo del tiempo, se ha organizado de acuerdo a diferentes formas, pero siempre dentro de sus dos dimensiones constitutivas, la generacional y la sexual, aunque cada una de ellas haya tenido sus límites y problemas. Pero a lo largo de los siglos, la familia ha aprendido a respetar la libertad individual y a crear condiciones de respeto mutuo más efectivas. En particular, las relaciones familiares se han ido liberando gradualmente de la idea de posesión o de la asunción acrítica de modelos de desigualdad dados por sentados en el contexto social circundante. Pensemos, por ejemplo, en la relación masculino/femenino o padre/hijo, que han sido objeto de una profunda reelaboración, haciendo que la familia esté más en consonancia con el avance del desarrollo.
Sin embargo, no hay que olvidar el riesgo del “familismo”: es decir, la tendencia a favorecer en todos los sentidos, incluso fuera del contexto familiar, a los miembros del propio núcleo. Esta tendencia ha sido la causa de múltiples derivaciones “amorales”, como el contraste entre el bien dentro del grupo familiar y el bien de la comunidad en general. Ser capaz de preservar el calor y el afecto dentro de la familia, sin comprometer la esfera pública y las condiciones del universalismo, ha sido y sigue siendo un reto difícil. Esto se demuestra por la oscilación entre la permanencia de formas de familiarismo regresivo, por un lado, y la afirmación de un individualismo radical, por el otro.
Pero la crisis que está experimentando la institución familiar también puede ser una crisis de crecimiento. Y, por lo tanto, un gran desafío que hay que asumir. Ciertamente debemos estar mucho más atentos al profundo deseo de los hombres y mujeres de hoy en día a tener una familia como lugar central de sus vidas. El contexto cultural es hostil a este deseo. Pero es ilusorio pensar en erradicarlo. El reto que tenemos ante nosotros es fomentar modelos renovados de familia: una familia más consciente de sí misma, más respetuosa de su vínculo con el medio ambiente, más atenta a la calidad de las relaciones internas, más interesada y capaz de vivir con otras familias. Podríamos decir: si por un lado hay menos familia, en un sentido cuantitativo, por otro lado, hay más familia, en un sentido cualitativo. Además, hasta hoy, la humanidad no ha encontrado ningún camino para la plena humanización de los nacidos a la vida. La familia sigue siendo – podríamos decir también gracias a sus defectos y limitaciones – el lugar de la vida, del misterio del ser, de la prueba y de la historia. Su singularidad la convierte en un increíble e irremplazable “patrimonio de la humanidad”.
Una teología de la familia
Hay una responsabilidad de la teología en este desafío que tenemos ante nosotros. Desafortunadamente, la reflexión teológica sobre la familia como tal es débil y pobre, incluso hoy en día. Se ha pensado mucho en la pareja y existen numerosos estudios sobre el matrimonio -entendido en su realización como pareja- especialmente en el aspecto jurídico-canónico, aunque en el Código de la Ley el Derecho de la familia está prácticamente ausente. Pero aún más rara es una verdadera y propia teología de la Familia, con unas pocas y muy raras excepciones. Una teología del matrimonio más profunda es indispensable y urgente.
Y esto es lo que ha propuesto el Pontificio Instituto Teológico Juan Pablo II para las Ciencias del Matrimonio y la Familia. El nuevo plan de estudios apunta decididamente a rescatar la densidad humana y cristiana de la institución familiar, reconociendo en ella el lugar real de la fecundidad misma del sacramento cristiano. La idea que guía el proyecto tiene un claro propósito: la familia, con toda la constelación de sus relaciones, internas y externas, que no es la simple “consecuencia” del matrimonio, es más bien su “desarrollo” y su continuación en la sociedad, en la Iglesia. La concreción de la historia familiar debe ser considerada, por lo tanto, como “materia noble” de la teología del amor humano: es esa teología “con los pies en la tierra” de la que habla Amoris laetitia. La teología, que ha precisamente redescubierto el carácter fundador del amor íntimo y fecundo de la pareja humana con su capacidad de referirse a las profundidades cristológicas y trinitarias del misterio del amor de Dios, se ha mantenido decididamente pobre en lo que respecta a la familia en la complejidad de sus relaciones. Es un vacío que debe ser colmado.
También siento como muy acertada para nosotros hoy, la invitación de Jesús a los fariseos que le preguntaron si era lícito repudiar a su propia esposa. Y Jesús los envió de vuelta al momento de la creación, según la narración de Marcos 10, 2-9. También nosotros debemos volver a reflexionar sobre los orígenes para entender el plan de Dios para la familia. Permítanme tomar algunas ideas que iluminen la vocación y la misión de la familia. Es necesario comprender en toda su extensión la decisión de Dios de confiar a la alianza del hombre y de la mujer tanto la “tierra” (para que se convierta en su “hábitat”) como la responsabilidad de las generaciones (es decir, los lazos que hacen la historia de la humanidad). Las primeras páginas del Génesis nos dicen que la historia del mundo y la historia de su salvación caminan sobre las piernas de esta alianza de Dios con el hombre y la mujer. Donde ella es activa y fructífera, el humanismo crece y la promesa custodiada por la fe es sostenida y honrada. Cuando esta alianza se desmorona, el humanismo se detiene y la promesa de la fe se mortifica.
Como se puede ver, estamos lejos de la familia romántica que la cultura contemporánea promueve: un amor de la pareja como el corazón, como la sustancia del matrimonio. El texto bíblico habla de una alianza que tiene un sabor cósmico, histórico, un poder y una responsabilidad extraordinarios. A ese pacto Dios le confía toda la creación y toda la historia de las generaciones.
La alianza del hombre y la mujer que guía la historia
Permítanme ahora una breve narración teológica sobre el primer relato bíblico de la creación cuando Dios decide crear al humano. El autor bíblico repite tres veces, en dos versículos, que Dios hizo a Adán “a su imagen: varón y hembra los creó”. La vida humana no es la única forma de vida marcada por la diferencia sexual, pero es la única forma de diferencia sexual marcada por la imagen y semejanza de Dios. El varón, en la historia bíblica, es realmente “señor”, y la hembra es realmente “señora”. Ser a “imagen de Dios” no significa simplemente ser “copia” y “reproducción”, sino más bien constituirse en la forma apropiada de la diferencia, de la propia libertad, del propio señorío, del propio espíritu. El hombre y la mujer, en esta perspectiva, son interlocutores de Dios: que quiere ser amado y no sufrido. Es aquí donde se encuentra la raíz de la libertad y la dignidad “señorial” que Dios ha dado al hombre y a la mujer. Ellos son verdaderos interlocutores de Dios.
Ciertamente, el gesto creativo de Dios es un principio inspirador irremplazable para el señorío dado al hombre y a la mujer. Es difícil comprender sobre qué base este señorío bíblico podría ser mal entendido, como sucede en algunas voces de la cultura reciente, en el sentido de una autorización indiscriminada a una actitud prevaricadora, depredadora y destructiva de la especie humana. Es como atribuir a la palabra bíblica de Dios los horrores que condena claramente, precisamente en la revelación del inicio del mundo. Es precisamente cuando el ser humano evade la amable y justa entrega del señorío de Dios, que se convierte en prevaricador, violento y destructivo. Y no sólo hacia la naturaleza y la tierra, sino también dentro de ella: empezando por la relación entre el varón y la mujer.
También como resultado de esto, la forma en que se ha experimentado la diferencia ha sufrido muchas mutaciones y transformaciones. Las preguntas sobre el significado y los límites de estos cambios se han vuelto radicales. Ciertamente, podemos decir que todos nos hemos vuelto más sensibles a la necesidad de repensar la dignidad humana de esta diferencia, con especial atención a la condición de la mujer. En este registro, de hecho, la condición social y cultural de la mujer (incluida la eclesiástica), pide ser pensada en términos más coherentes. Esta profundización, ciertamente, no puede tener lugar sin la correspondiente reformulación de la calidad masculina del ser humano. La diferencia sólo puede entenderse en referencia con la relación, y viceversa.
La estrecha conexión de la imagen de la criatura de Dios con la diferencia sexual del ser humano, que es una con el pensamiento y la acción creativa de Dios, nos recuerda que es una diferencia más allá de la cual no podemos volver para entender al ser humano. Esto significa que los hombres, solos y entre ellos, no pueden entender al humano de manera completa y hasta el fondo. Tampoco pueden hacerlo las mujeres, solas y entre ellas. Y si lo intentan de esta manera, ambos, no pueden ni siquiera entender completamente lo que significa ser humano como varón y como mujer. En resumen, el ser humano no es una propiedad exclusiva, sino compartida entre los dos. Para llegar al fondo de esto, tienen que hablar entre ellos, escucharse, preguntarse. Y considerarse con benevolencia, tratarse con respeto, cooperar con amistad en la tarea de domar el hábitat mundano y mejorar la generación humana. No hay otra manera. Y de hecho, cuando hemos caminado, y caminamos, por otros caminos, la confusión e incomprensión del humano de todos crece. Y también la infelicidad del hombre y la mujer.
“No es bueno que el hombre esté solo”
Por lo tanto, el ser humano debe ser buscado en conjunto, por el hombre y la mujer, y sin mortificar la dignidad humana de su diferencia: de lo contrario, el ser humano de todos nunca será encontrado verdaderamente. La narración bíblica habla de un “replanteamiento” de Dios. Y de este replanteamiento surge una maravilla completamente inimaginable: ¡la creación de la mujer! Dios acaba de crear al hombre, podríamos decir su obra maestra, después de haber creado toda la naturaleza. Todos tenemos en mente la conmovedora pintura de Miguel Ángel, que se encuentra en la Capilla Sixtina, donde se puede ver a un hermoso Adán, acostado como un príncipe, extendiendo su dedo hacia Dios. Y Dios corriendo hacia él, en una nube de ángeles, con su dedo apuntando hacia él, para comunicarle el aliento de la vida del alma, que sólo Dios puede dar. Pero Dios – continúa la narración bíblica – mirando a Adán tiene un fuerte segundo pensamiento, tanto que dice: “No es bueno que el hombre esté solo: voy a hacerle una ayuda adecuada” (Gen 2, 18).
La primera curiosidad es precisamente ésta: ¿cómo es que Dios no pensó en ello antes? La belleza de la narración radica precisamente en la ternura que hay detrás de este replanteamiento, que no se debe al hecho de que la persona creada fuera defectuosa. Dios, mirando a Adán, se conmovió por su soledad. “No es buena” para el hombre esta soledad. Hay que hacer algo. Dios, inicialmente, presenta a Adán una cantidad inimaginable de seres vivos, para ver cómo los llama, y si algo se ilumina en él. El hombre da a todos los seres vivos un nombre, ¡otra gran imagen de señorío acordada a la criatura humana! – pero nadie le toca el corazón. Cuando Dios finalmente crea a la mujer, el hombre reconoce con entusiasmo la perfecta reciprocidad en esa diversidad. La mujer llega como el interlocutor perfecto, como la encarnación de la dignidad espiritual humana al femenino: ¡Esto es lo que Dios inventa, en su “replanteamiento”!
Eva no es una criatura de Adán, ni el fruto de su imaginación, y mucho menos un subproducto del varón. Eva es una criatura de Dios, como Adán. La extrañeza de Adán – ¡que duerme! – en la creación de la mujer, es precisamente el símbolo del hecho de que ella no es de ninguna manera una criatura del hombre. La famosa costilla, aquí, es para dejar claro que la humanidad de “ella” no es de ninguna manera ajena a la humanidad de “él”. Hay un pensamiento de la antigua sabiduría judía, recogido en el Talmud, cuya elegancia poética también devuelve la mejor exactitud de la interpretación teológica: “La mujer salió de la costilla del hombre: no de los pies para ser pisoteada, ni de la cabeza para ser superior, sino del costado para ser igual, un poco más abajo del brazo para ser protegida, y del costado del corazón para ser amada”.
Es un gran error eliminar la diferencia entre hombre y mujer. Esta eliminación, cualquiera que sea el plan de vida de uno, es una pérdida para todos. No se trata de negar, por supuesto, que la interpretación de esta diferencia y sus figuras sociales y culturales sigue siendo asignada a nuestra libertad y responsabilidad. Pero los rasgos fundamentales de esta diferencia y de la alianza a la que está destinada principalmente deben ser apreciados como un don, no concebidos como un obstáculo.
La diferencia es una bendición para la historia. La custodia de este pacto de hombres y mujeres, incluso pecadores y heridos, confundidos y humillados, desconfiados e inciertos, es por lo tanto una vocación apasionante para nosotros los creyentes en la condición actual. El Génesis muestra la dimensión fundamental de la relación entre las personas. De hecho, entre las personas y toda la creación. El mensaje bíblico es claro: el hombre y la mujer vienen de Dios y están inextricablemente unidos entre sí. Es imposible para ambos vivir sin el otro. La polaridad creatural hombre-mujer es constitutiva del humanismo bíblico. La imagen de Dios en la tierra, por lo tanto, es la fraternidad entre todos. Nos complementamos el uno al otro. Según la narración bíblica, el aliado de Dios es el hombre y la mujer juntos. El fin del proceso creativo es la humanidad: el hombre y la mujer como guardianes de la creación, entendida como un hogar común. Por lo tanto, ningún individuo puede llamarse a sí mismo absoluto (ab-solutus, es decir, disuelto de los demás). El hombre está estructurado para estar en comunión con los demás. Solo, está enfermo. Dios es así también, por lo que parece decir la Biblia en todas sus páginas. No es una soledad, no es individual por muy poderoso que sea. Es una comunión de tres Personas, diferentes entre sí pero cada una necesitada de la otra. Él es el misterio cristiano de la Trinidad en cuya imagen fueron creados el hombre y la mujer. El Dios cristiano no es un monoteísmo absoluto, es un monoteísmo generativo. Lo mismo sucede con la familia.
Una Iglesia más familiar
El Papa Francisco, con la Exhortación Apostólica Amoris Laetitia, llama a una profunda renovación de la Iglesia. Hoy en día, las Iglesias, todas las iglesias, no pueden llevar a cabo la tarea que Dios les ha asignado en relación con la familia sin asumir ellas mismas los rasgos de una comunión familiar. En resumen, es indispensable un giro eclesiológico, una nueva forma de ser Iglesia, una nueva “forma ecclesiae”; una Iglesia entendida como “familia de Dios”. Cuando la Iglesia habla de familias, en realidad, habla primero de sí misma. En este sentido, cuando hablamos de la pastoral familiar significa hacer “familiar a toda la Iglesia”. El Papa sabe bien que no es fácil ni obvio aceptar este horizonte. Puede suceder que haya quienes deseen que la Iglesia se asemeje a un fiscal o a un notario que registre los cumplimientos e incumplimientos sin tener en cuenta las dolorosas circunstancias de la vida y la redención interior de las conciencias. Además, la Iglesia se ha comprometido por su Señor a ser valiente y fuerte precisamente en la protección de los débiles, en la redención de las deudas, en la curación de las heridas de padres y madres, hijos y hermanos; comenzando por aquellos que se reconocen prisioneros de sus faltas y desesperados por haber fracasado en sus vidas.
La Exhortación llama a las familias a sentir la responsabilidad de comunicar al mundo el “Evangelio de la familia” como respuesta a la profunda necesidad de familiaridad inscrita en el corazón de la persona humana y de la misma sociedad. Por supuesto, necesitan una gran ayuda en esta misión. El Papa habla, también en esta perspectiva, de la responsabilidad de los ministros ordenados. Y subraya con franqueza que “a menudo carecen de una formación adecuada para hacer frente a los complejos problemas actuales de las familias” (n.202). Y pide que se preste una atención renovada también a la formación de los seminaristas.
También hay que reflexionar sobre la relación entre las familias y las comunidades parroquiales. Hoy, por desgracia, estamos siendo testigos de una brecha a menudo profunda que separa a las familias de la comunidad cristiana. En resumen, podríamos decir que las familias no son muy eclesiásticas (porque a menudo están encerradas en sí mismas), y las comunidades parroquiales no son muy familiares (porque a menudo están atrapadas en una burocracia exasperante). Este es un punto crucial que nos llevaría a decir: no se trata de revisar la pastoral familiar, sino de transformar toda la pastoral en una perspectiva familiar. Por lo tanto, se necesita un nuevo horizonte que rediseñe la propia parroquia como una comunidad que es en sí misma una familia. Y aquí se cuestionan todos los aspectos de la vida pastoral, desde la iniciación cristiana hasta la pastoral juvenil, desde la liturgia dominical hasta la celebración de los sacramentos.
Y si es cierto que el matrimonio es indisoluble, la indisolubilidad del vínculo de la Iglesia con sus hijos e hijas es aún más verdadera: porque es como el que Cristo estableció con la Iglesia, llena de pecadores que fueron amados cuando aún eran tales. Y nunca son abandonados, ni siquiera cuando vuelven a caer. Esto, como dice el Apóstol Pablo, es precisamente un gran misterio, que va mucho más allá de cualquier metáfora romántica de un amor que permanece vivo sólo en el idilio de “contigo pan y cebolla”.
Esta eclesiología más esencial de la familia es el horizonte hacia el cual el Papa quiere llevar el sentimiento cristiano en esta nueva era. Esta transformación requiere una nueva y familiar forma de concebir y vivir la Iglesia en este cambio de época.
Creo que es decisivo para la pastoral inventar lo que yo llamaría “fraternidad entre familias”. En el Nuevo Testamento se puede ver claramente esta perspectiva que llamamos “iglesia doméstica”, es decir, ese grupo de familias que se reunían en una casa más grande. Así fue en los comienzos del cristianismo. Hoy en día es esencial retomar esta inspiración. Por lo tanto, no se trata sólo de repensar la pastoral familiar, sino de hacer toda la pastoral desde una perspectiva familiar. Una perspectiva de “fraternidad entre familias” debe ser promovida en todos los sentidos. La encontramos ya presente en movimientos y asociaciones. Pero debe ser promovida a nivel general involucrando a todas las parroquias y asociaciones.
Se trata de estar no sólo dentro de la vida de la parroquia, sino también dentro de la vida de la ciudad, de toda la sociedad, donde las familias están llamadas a hacer su contribución como levadura de “familiaridad” en la sociedad.
Universidad del Valle de Atemajac – UNIVA, Zapopan, Mexico
6.03. 2022
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