Bendita hambre, maldita hambre
LA BENDICIÓN DEL HAMBRE
Si hay una experiencia que afecta profundamente a la vida humana es la del hambre. El primer gesto de amor es alimentar lo que hemos generado. Y ser alimentado es la primera experiencia de ser amado.
El hambre, en sí misma, es la experiencia básica del sentido relacional de la vida. ¡El hombre no vive de sí mismo! Necesita que algo más sostenga su vida: el signo de esta llamada ya está escrito en el cuerpo. El hambre toma forma de una necesidad que nos permite vivir solo con la condición de que el mundo reconozca nuestro deseo de vivir como una invocación. El hambre obliga a todos los hombres y mujeres a levantar la vista –ese milagroso intercambio de miradas que transforma el vientre de la madre en la vida del espíritu–, a mirar más allá de sí mismos, a reconocerse en la forma doméstica del mundo, en la forma familiar de la vida, en la forma social de la convivencia.
Cuando el papa Francisco, en su Encíclica Laudato Si’, nos pidió que volviéramos a considerar las cuestiones de la vida humana dentro del marco esencial y constitutivo de la creación, indicó esta relacionalidad primaria, que Él llama Humana Communitas, como un lugar de comprensión radical del sentido de la vida. La respuesta humana a sus problemas deberá pasar una y otra vez por aquí.
El hambre, la necesidad diaria de alimento –uno de los deseos más fuertes y menos controlables de la vida– es el reloj que marca el tiempo de su cuidado. Cada ocho horas aproximadamente recuerda al ser humano su dependencia del mundo de la vida: proporcionar alimento, ganarse el pan, alimentarse uno mismo y a los demás, sentando las bases de la convivencia familiar y de la casa común. Según los estudiosos, una de las principales formas de estructurar la cultura social en la especie humana está vinculada precisamente a la potencia simbólica de la estética de la alimentación. En su poderoso ensayo titulado “Cocinar”, Michael Pollan nos recuerda que el descubrimiento de la posibilidad de cocinar los alimentos introdujo una práctica tecnológica que ha reformulado los tiempos y las relaciones de la vida humana: se come a horas predeterminadas y juntos, alrededor de una mesa enriquecida por los signos del placer del don mutuo y de la empatía compartida. La mesa, a la que nos lleva el hambre, es el lugar social por excelencia y las generaciones más jóvenes son introducidas a una sociabilidad prometedora también a través de esta experiencia, donde todos saben que tienen un lugar y experimentan que alguien se hace cargo de su hambre todos los días, cuida de ellos. Es peculiar, por ejemplo, leer en los Evangelios relatos de los innumerables banquetes de Jesús. Y de la importancia que les atribuía.
LA MALDICIÓN DEL HAMBRE
Todo esto, por supuesto, no tiene nada que ver con la obsesión desbordante por la estética comercial actual de la alimentación, donde el cuidado de los alimentos se centra en su transformación en la erótica de un disfrute en sí mismo. En esta tendencia, no es casualidad que la simbología de la alimentación se transforme en una exhibición de disfrute, cuya “exclusividad” estética de la mesa trae consigo una cultura de “exclusión”. Redescubrir el hambre y la necesidad de vida humana que esta suscita y sostiene es una bendición para la parte más glotona del planeta a la que pertenecemos. La buscada bulimia de unos pocos está estrechamente relacionada con la forzada anorexia de muchos. La llamada a la sobriedad que acompaña a algunas campañas interesadas sobre salud y ecología todavía no tiene el espíritu correcto de la Laudato si’. La hospitalidad de la mesa es una de esas formas del “nosotros” que estamos llamados a cuidar y promover.
La horrible sombra del caballo negro del Apocalipsis, que anuncia la carestía, no solo es un arquetipo bueno para algún guionista de películas de terror o de alguna fantasía postcatastrófica. Es la realidad, la realidad actual. Hoy, en el siglo XXI, 870 millones de personas padecen hambre. Sabemos cómo ir a Marte, sabemos curar enfermedades que hasta hace pocas décadas eran totalmente incurables, tenemos tecnologías muy específicas para todo tipo de necesidad, pero no logramos proveer suficiente alimento para una octava parte de la población del planeta. El hambre es una maldición para ellos y una vergüenza para la civilización.
A pesar de nuestras repetidas jactancias sobre los inevitables efectos beneficiosos de nuestro sistema económico, la enormidad de condenar a pueblos enteros a la insuficiencia alimenticia nos juzga sin atenuantes. El hambre impuesta es una maldición escandalosa porque no depende de la falta de recursos alimenticios, sino solo de un sistema económico social que produce poblaciones con sobrepeso, por una parte, y desnutridas, por otra. Los datos de la FAO afirman que cada día mueren unas 24 000 personas por hambre o por causas relacionadas. Por supuesto, los datos han mejorado con respecto a las 35 000 personas de hace diez años o a las 41 000 de hace veinte años. Sin embargo, tres cuartas partes de las muertes afectan a niños menores de cinco años: 18 000 niños, 750 por hora, 12 por minuto, unos 100 desde que empecé mi discurso. ¿Cómo se llamaban? ¿Cuáles eran sus sueños? ¿Y sus madres? ¿Y sus hermanos? ¿Los médicos que intentaron salvarlos hasta el final, a veces con un heroísmo que deja boquiabierto?
La maldición del hambre es un pozo sin fondo de dolor, donde también está enredado el misterio de Dios, donde la vida humana está expuesta a su límite biológico y a la violencia del pecado. Desde que el suministro de alimentos para todo el planeta se ha vuelto científica y técnicamente sostenible, nuestras estadísticas sobre las previsiones de bienestar se han vuelto moralmente insostenibles.
LA RESPONSABILIDAD DE LOS HOMBRES
Nosotros hoy estamos llamados a vivir en la tensión entre la bendición y la maldición que la experiencia del hambre introduce en toda la historia de la humanidad. Solo es posible mantener esta tensión en la forma de una responsabilidad sabia, que nos implica a todos como individuos y como representantes de los diferentes agentes sociales.
“¡No estás solo en la tierra y no todo está a tu disposición!” El hambre humana es bendecida, porque la conexión que despierta es objeto de comunión irrefutable, objetivo y persuasivo en el horizonte de cualquier cultura. El relativismo de los valores, aquí, no tiene valor. No existe un bienestar humano que no sea personal y compartido a la vez: cualquier sofisma contrario es una ideología con resultados nefastos. Nuestra hambre diaria, en busca de satisfacción, es un recuerdo de la privación de los demás, que conduce a la desesperación. La asunción de la responsabilidad frente a la maldición del hambre que aún hoy escandaliza a todos los hombres y mujeres que buscan vivir de forma humana su propia existencia debe enfrentarse a un mundo globalizado.
El horizonte de la denominada Bioética Global, dentro de la cual la Pontificia Academia para la Vida ha reubicado recientemente la cuestión ética sobre la vida humana, exige un sabio equilibrio entre una visión global, que vive de estadísticas, y la atención a lo local, que muere de hambre. Debemos evitar cualquier homologación cultural, aunque esté motivada por una presunta eficacia para resolver problemas. Es necesario preguntar más seriamente: “¿Qué problemas?” y “¿de quién?”.
Por ejemplo, no es una buena noticia la drástica reducción de la variedad biológica de las simientes utilizadas en la agricultura. La humanidad solo crece en el encuentro entre culturas y tradiciones: cualquier cierre sobre sí misma, aunque estuviera motivado por un deseo sincero de preservar una tradición milenaria, es infructuoso para todas las tradiciones. El sábado es para el hombre, dice Jesús, no al contrario. La producción agrícola e industrial, los procesos de transformación de los alimentos, su distribución y confección, las formas de consumo colectivo, familiar y personal: todas estas etapas deben ser vividas de forma responsable. No existen territorios francos o procedimientos intocables. Cada etapa, por supuesto, de forma diferente y estructurada, debe ser apreciada por su relación con la justicia del bien y del mal que hace referencia al hombre: no solo la de los contratos, precios y ganancias.
Hoy tenemos a disposición soluciones y procedimientos que nos permiten hacer cosas que hace solo algunas décadas eran inimaginables. Algunas de estas soluciones nacieron para dar una respuesta concreta al hambre de los siete mil millones de hombres, mujeres y niños que viven en nuestra tierra. Estas serán eficaces y progresivas en el resultado buscado si son humanas y compartidas en la elección de los medios adoptados.
EL SUEÑO DE DIOS
La alimentación es cultura, como nos repiten hoy de forma obsesiva los anuncios comerciales. Sin duda, una civilización basada en compartir la calidad humana de la vida pasa por los valores simbólicos de la alimentación. Precisamente por esto, la barbarie de una cultura tecnológica basada en la competencia del beneficio sin escrúpulos no puede vencer la guerra contra el hambre, aunque afirme quererlo. Seremos –somos– juzgados por lo que haremos con el hambre y la desnudez de nuestros semejantes (Mt 25, 35-36).
Así lo escribía el profeta Isaías, en un momento particularmente difícil de la historia de su pueblo:
“El Señor de los ejércitos ofrecerá a todos los pueblos sobre esta montaña un banquete de manjares suculentos, un banquete de vinos añejados, de manjares suculentos, medulosos, de vinos añejados, decantados. Él arrancará sobre esta montaña el velo que cubre a todos los pueblos, el paño tendido sobre todas las naciones. Destruirá la Muerte para siempre”. (Is 25,6-8)
Este es el sueño de Dios para los hombres, el final y el fin de la historia: una vida que no desaparece, un banquete suculento para todos los pueblos.
Estamos todos llamados, también nosotros, sin excluir a nadie, a preparar esta mesa. Para todos.
FAO, 17 ottobre 2019